Cuando era chica, tenía una extraña costumbre que nunca pude averiguar de dónde me vino. Mi vieja dice que no me lo enseñó nadie, pero que lo hacen todos y como todavía falta que Joaquín crezca lo suficiente como para corroborarlo, pruebo con este post.

Resulta que me encantaba poner de novio a los lapices de colores. Pero no eran noviazgos al azar, sino que seguían cierta lógica de continuidad. Veamos.

Partiendo de la base de que el color rosa era mujer y el celeste varón (es fácil pensar el porqué) ambos lapices formaban mi pareja de colores favoritos. Después y por lógica conclusión el azul, andaba con el rojo. Como el verde y el azul tienen alguna especie de línea de parentezco. El color verde oscuro andaba con el naranja (que a su vez es de la familia del rojo) y el verde claro con el amarillo(notese que el naranja es más oscuro que el amarillo).

El negro y el blanco, también eran pareja, sin demasiados preambulos ni consideraciones. Pero lo realmente inexplicable era lo del marrón y el bordó que por descarte estaban forzados a convivir, en una especie de esbozo por reconocer a las parejas gays o por legitimar desde chica la existencia de travestis.

Sí. Lo se. Mis padres deberían haberme mandado a un psicólogo, pero esto no era tan grave como suena cuando lo escribo.

Sin embargo, hay un detalle que me exhime de todo reproche. Cuando llegaba la hora de guardar los lápices en su caja, siempre... pero siempre, siempre, los ponía por parejas, para que estuvieran juntos mientras yo no estaba, era una celestina realmente con buena onda