No importa qué tan impresionante sea el paisaje que te rodea, ni qué tan cara a tus afectos (claro, ya saltaba el gil que iba a hacer el chiste de si yo pagaba por compañía) sea la compañía que elegiste. No importan las precauciones que tomes ni cuánto estés disfrutando la charla. Que el mozo, sea una camarera elegante y al bar le hayan puesto Restó y se esmeren en darle un toque oriental a la ambientación, como para que te creas, por un segundo, que estás en India.

No importa qué tanto se refleje el sol en el río completamente apacible ni tampoco importa lo bien que suene en italiano ese tema cantado en vivo.

Indefectiblemente, cuando empiece a atardecer temprano y sean los primeros domingos del otoño, te va a agarrar una cosita como un no sé qué medio melancólico, que nada tiene de depresivo ni de ciclotímico.


Igual, que se sepa, para mí el otoño tiene todo el encanto.

Es por caso, estación especial para la poesía, la lectura de libros en tomos, el mate amargo a la tarde, las primeras medialunas recién horneadas después de un verano de desayunos saludables.
Es estación para arrastrar los pies en una improvisada alfombra de hojas amarillas, o para pisarlas con disimulo y encanto al descubrir que crujen. Estación oportuna para dejarse olvidado el paraguas y comprar uno más lindo de apuro o para apoyar la nariz en el vidrio y escuchar una canción romántica y creerse el drama y por qué no, acompañar la lluvia de la ventana con lágrimas en los ojos.
Para ir al cine sin culpa por la pérdida de tardes espléndidas, para dormir abrazados, para palmeadas en la espalda cubierta con un pulover suavecito, para lucir acciones caballerezcas y cerrar la ventana del colectivo por culpa de las bajas temperaturas.
Para controlar con precisión la hora en que oscurece y horrorizarse ante los días más cortos, para putear a la mañana cuando hay que salir de la cama, para dejar de temerle al sol y a sus efectos nocivos, para reconciliarse con puloveres y, hasta, para buscar un amante.
Para ponerse un buzo gastado, en lo posible al revés y guiar al compañero de turno al descubrimiento de la ausencia de la ropa interior. Para secar la ropa en el lavadero de enfrente ante la insistencia de la lluvia y deleitarse con el olorcito a tela caliente.
Para...

pará...

¿realmente hace falta seguir entrando en detalles?