Lo primero que pensé, ayer, cuando ví la nieve, fue en Hans Cristian Andersen. Y sí.

No es que yo esté mal de la cabeza. O, en todo caso, no es que lo que acabo de decir sea un indicador de que yo estoy mal de la cabeza. Es, simplemente, que levanté la vista, ví caer nieve por mi porteña ventana, y al toque flashee montañas, y un hogar a leña en el medio del living y Andersen.

Yo supongo que fue Andersen, por La Reina de las Nieves. Aunque este recuerdo llegó después, unos segundos después, pero fueron esos segundos que ya te obligan a ser consciente, a buscar los recuerdos. Porque Andersen, las montañas, el hogar a leña y un vikingo de dos metros (je) aparecieron todos juntos y sin que los llame (bueno, exceptuando al vikingo, esto está claro).

Y estaba en eso. En La Reina de las Nieves, con todo su frío a cuesta, y en el recuerdo a propósito, de otros cuentos con ventanas nevadas, cuando Joa me tomó por sorpresa: ¡Nieva, es Navidad!

Y ahí nomás me tuve que morder la lengua. Porque una parte de mí, casi casi le dice que no. Que él sabe perfectamente cómo nos morimos de calor la Navidad pasada, y la anterior, y la antes de esa... y la otra, aunque de esa no hay posibilidades de que se acuerde.

Pero, menos mal que no. Que no dije nada. Que me limite a mirarlo. Y a escucharlo dar saltos, contento, porque con la nieve iba a venir Papa Noel. Y los renos. Y... todo, todísimo. Y lo deje. Claro que lo deje. Y no sólo que lo dejé, sino que además, me dí cuenta, así, con una certeza increible, de que tenemos, también, eso en común.