
martes, febrero 19, 2008
Para Joa. Rituales I: la Selva Subtropical
Cuando vamos al zoo... vos y yo, disfrutamos particularmente de recorrer la Selva Subtropical, un reducto enorme ambientado como selva con cuevas, cascadas y animales incluídos (donde alguna vez estuvo lo que usted, lector treintañero, y yo conocimos como osera).
Allí, nosotros somos exploradores. Antes de entrar nos saludamos como si recien nos conocieramos con un cordial apretón de manos y un nombre completamente ficticio que, como es super secreto, no pienso revelar, porque podría hacer fracasar futuras misiones.
Después, bordeamos todo el lugar caminando por unas tarimas que son, en realidad, un puente que te salva de un río infestadísimo de enormes cocodrilos, pirañas y mantarayas, anque algún que otro mounstruo marino. Evidentemente, alguno de los dos siempre se cae al agua (suelo ser yo, porque al parecer, soy la que tiene más en claro que allí solo hay pasto) y el otro, tiene que ingeniarselas para rescatarlo, sin abandonar la seguridad del precario puente.
Esto, además de divertirnos horrores, suele dejarnos las manos llenas de tierra y el recuerdo de alguna mirada desaprobatoria de viejas amargas que vos, Joa, ni registrás; y que yo, Maga, atesoro como medallas.
Una vez adentro, damos algunas vueltas en círculo para desorientarnos y elegimos un animal. Ponele, murciélagos. Bah, en realidad a los murciélagos los elegís siempre vos porque a mí, me espantan y claramente prefiero esconderme debajo de mi cama. Y bien, ahí partimos, los exploradores, a encontrar la última reserva de murciélagos del continente americano.
Nos perdemos unas cuatro veces, cruzamos el puente de la cascada otras cinco, imitamos animales en cada cueva que hace eco y esquivamos gente (cazadores malévolos en su mayoría) hasta que ¿sin querer? quedamos frente a la jaula del mono araña y cantamos "puerco araña, puerco araña". O, salimos al pasadizo de los guacamayos y yo imito un "Joaquín, Joaquín" que vos nunca terminás de saber de dónde viene.
Todo ello para terminar de lleno en la cueva oscura de tubos violetas, donde revolotean, detrás de un indispensable vidrio, cientos de asquerosos murciélagos que a vos te fascinan, mientras te agarro del hombro para que no te pierdas en la oscuridad, para que no me pierda yo en un miedo inoportuno.
Después nos vamos, comentando las mil formas en las que nos salvaría Spiderman si el puente de la cascada se rompe, hasta que llegamos afuera y nos despedimos como dos buenos exploradores con un sonoro beso... Todo para que, dos pasos después, me digas: Ma! podemos hacerlo otra vez?
Y así, cinco o seis veces más, hasta que nos damos cuenta de que en diez minutos, en la otra punta del zoo, empieza el último show de lobos marinos del día, y tenemos que correr la maratón de Beijing para llegar a tiempo.
¡Enano, ojalá que ni los boludos de siempre, ni la escuela, ni yo... atentemos jamás contra esa capacidad de imaginar!
Allí, nosotros somos exploradores. Antes de entrar nos saludamos como si recien nos conocieramos con un cordial apretón de manos y un nombre completamente ficticio que, como es super secreto, no pienso revelar, porque podría hacer fracasar futuras misiones.
Después, bordeamos todo el lugar caminando por unas tarimas que son, en realidad, un puente que te salva de un río infestadísimo de enormes cocodrilos, pirañas y mantarayas, anque algún que otro mounstruo marino. Evidentemente, alguno de los dos siempre se cae al agua (suelo ser yo, porque al parecer, soy la que tiene más en claro que allí solo hay pasto) y el otro, tiene que ingeniarselas para rescatarlo, sin abandonar la seguridad del precario puente.
Esto, además de divertirnos horrores, suele dejarnos las manos llenas de tierra y el recuerdo de alguna mirada desaprobatoria de viejas amargas que vos, Joa, ni registrás; y que yo, Maga, atesoro como medallas.
Una vez adentro, damos algunas vueltas en círculo para desorientarnos y elegimos un animal. Ponele, murciélagos. Bah, en realidad a los murciélagos los elegís siempre vos porque a mí, me espantan y claramente prefiero esconderme debajo de mi cama. Y bien, ahí partimos, los exploradores, a encontrar la última reserva de murciélagos del continente americano.
Nos perdemos unas cuatro veces, cruzamos el puente de la cascada otras cinco, imitamos animales en cada cueva que hace eco y esquivamos gente (cazadores malévolos en su mayoría) hasta que ¿sin querer? quedamos frente a la jaula del mono araña y cantamos "puerco araña, puerco araña". O, salimos al pasadizo de los guacamayos y yo imito un "Joaquín, Joaquín" que vos nunca terminás de saber de dónde viene.
Todo ello para terminar de lleno en la cueva oscura de tubos violetas, donde revolotean, detrás de un indispensable vidrio, cientos de asquerosos murciélagos que a vos te fascinan, mientras te agarro del hombro para que no te pierdas en la oscuridad, para que no me pierda yo en un miedo inoportuno.
Después nos vamos, comentando las mil formas en las que nos salvaría Spiderman si el puente de la cascada se rompe, hasta que llegamos afuera y nos despedimos como dos buenos exploradores con un sonoro beso... Todo para que, dos pasos después, me digas: Ma! podemos hacerlo otra vez?
Y así, cinco o seis veces más, hasta que nos damos cuenta de que en diez minutos, en la otra punta del zoo, empieza el último show de lobos marinos del día, y tenemos que correr la maratón de Beijing para llegar a tiempo.
¡Enano, ojalá que ni los boludos de siempre, ni la escuela, ni yo... atentemos jamás contra esa capacidad de imaginar!